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Copyright Francisco José Del Río Sánchez 2008

martes, 20 de mayo de 2014

Infancia



Suena el despertador, se levanta con la actitud del que se dirige al patíbulo y desayuna en silencio. Sube la cuesta de todos los días, la cabeza gacha, el pecho hundido y los hombros caídos hacia adelante, intenta pasar desapercibido pero lleva los ojos bien abiertos, a sus diez años vigila las esquinas, quien se acerca por las callejuelas del barrio, por si tiene que correr por seguridad, ante la presencia de algún preadolescente futuro delincuente juvenil. Llega a la puerta del colegio, barullo de madres dejando a sus retoños, se relaja por un momento, ya está seguro.
Hasta que entra en el patio, de nuevo atento al más que probable pelotazo en la cara, algunos juegan al futbol mientras esperan que suene el timbre, él se hace invisible, por suerte nadie se fija en él. Suena el timbre, a formar en el patio, debido a su altura le toca al final de la fila, rodeado de repetidores, algunos varios años mayor que él, aunque se siente incómodo en su presencia no se suelen meter con él, tienen otras preocupaciones de más mayores, las chicas, los porros. Los peores son los de su misma edad que no cesan de repetir su mote.
Suben las escaleras, la seguridad de la clase, cada uno en su mesa, cada uno en sus libros, tranquilidad hasta la hora del recreo. No se le hace pesado, mientras los demás juegan el observa y ha aprendido a hacerse invisible a los demás. No suele haber problemas, de vez en cuando el gaviota se acuerda de él, le retorcería el pescuezo con sus propias manos, pero es raro que pase.
Vuelta a casa, ligero caminar sin dejar de observar, hasta la seguridad del hogar, comida en silencio, vuelta al colegio y vuelta a casa. El resto de la tarde las tareas y a jugar sólo con sus clics de famobil, construyendo mundos imaginarios, relaciones imaginarias.
Y al acostarse el mismo deseo de todas las noches, que la oscuridad dure siempre y no haya un nuevo mañana, el deseo intenso de dormirse y no volverse a despertar. Pero no hubo suerte, siempre sonaba el despertador y había un nuevo mañana…
Hoy, 35 años después, cuando me acuesto ya no deseo nada, pues mis deseos son irrelevantes, sucederá lo que tenga que suceder. Me acuesto con ganas de descansar del día, sin preguntarme que me deparará el amanecer; no me preocupa pero tampoco es que me ilusione la verdad sea dicha. Me sigue gustando pasar desapercibido y me estresa estar con gente, pero ya no tengo miedo, no me sirve de nada tenerlo…













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